Me encanta hacer catarsis con amigas. De esas que te vacían el pecho, te limpian la voz y te devuelven a ti.
Una vez, en una de esas llamadas con el corazón sin filtro, una amiga me dijo algo que se me quedó grabado:
“No entiendo por qué me siento tan culpable si tengo el mejor trabajo de mi vida.”
Estaba hablando de un puesto con prestigio, con proyección, con “todo lo que había pedido”.
Y sin embargo, no era feliz.
Mientras la escuchaba, llegó un mensaje con una claridad que solo reconozco cuando viene del cielo:
Ser agradecida no significa ser feliz.
A veces nos forzamos a sentir gratitud porque “deberíamos”.
Porque otras personas matarían por esa oportunidad.
Porque lo que tenemos “no está tan mal”.
Pero el Alma no se guía por excusas.
El Alma sabe cuando algo ya no vibra, aunque parezca perfecto.
Y si no escuchamos esa incomodidad, la vida cree que estamos bien ahí.
Y nos deja en pausa, como si todo estuviera resuelto.
Cuando llegué a Canadá, mi primer trabajo fue como vendedora de una tienda.
Después de años en comunicaciones, me sentía invisible.
Agradecí esa oportunidad, claro.
Fue la primera puerta que se abrió.
Pero desde el inicio supe que no quería quedarme allí.
Y está bien que sea así.
Porque agradecer no es lo mismo que conformarse.
Podemos decir:
“Gracias por lo que me diste. Pero ya aprendí lo que tenía que aprender aquí.”
No todo puede agradecerse en el momento.
No agradecí el miedo cuando mi papá entró a cuidados intensivos recién llegados.
No agradecí la pérdida de mi hija Alma, que me dejó un vacío imposible de nombrar.
Pero hoy, con el corazón más abierto, sí puedo ver los frutos.
Una relación más consciente con mi papá.
Una conexión infinita con Alma, que se convirtió en guía, propósito y faro.
Y ahí entendí algo profundo:
Hay gracias que no vienen con sonrisas, pero sí con alas.
La gratitud no es maquillaje.
No está para cubrir el dolor, sino para iluminar lo que sí quedó.
Es como ese rayito de sol que se cuela por la ventana cuando menos lo esperas.
No cambia la tormenta.
Pero te recuerda que el cielo sigue ahí.
La gratitud no niega la incomodidad. Pero sí puede transformarla.
Y muchas veces, ese es el primer paso hacia el cambio.
Hoy te invito a hacer una pausa.
Respira profundo.
Y pregúntate:
¿Hay algo en tu vida que no te hace feliz, pero por lo que podrías agradecer al menos una cosa?
Tal vez sea un trabajo, una relación, una casa.
No tienes que forzar la respuesta.
Solo observa lo que sí dejó, lo que sí enseñó, lo que sí sirvió.
Y si aún no hay nada que puedas agradecer, también está bien.
La gratitud no es una obligación.
Es una posibilidad que llega cuando el Alma está lista para mirar con ternura.
Ser agradecida no significa ser feliz.
Pero sí puede acercarte a esa felicidad que nace desde adentro.
Porque la felicidad es un estado del alma que va y viene.
Y la gratitud, en cambio, es una práctica que eleva tu energía…
incluso cuando los días no brillan.
No son lo mismo, pero van de la mano.
Porque cuando agradeces con el corazón abierto, aunque la vida esté revuelta,
le recuerdas a tu cuerpo que aún hay luz.
Y en esa luz, muchas veces, la felicidad vuelve a entrar.
De mi Alma a la tuya,
Mamá del Cielo 👼🏻